GIMÉNEZ BARBAT, Mª Teresa, “Futuro sin celos”, publicado en Letras Libres, mayo de 2012.

«Sabemos, por ejemplo que hay una naturaleza humana, que hay una naturaleza masculina y una femenina (con sutiles configuraciones intermedias), que estas son fruto de múltiples genes laboriosos o perezosos y de cócteles específicos de hormonas y cableados cerebrales, y que muchas de nuestras pautas de emparejamiento e instituciones se hunden en la noche de los tiempos.»

«Las costumbres matrimoniales... -son- el resultado de adaptaciones ancestrales que recibimos los miembros de una comunidad humana a la vez que el conjunto entero de creencias, normas y tradiciones que hacen que la sociedad funcione. No se llega a las instituciones o costumbres matrimoniales de la misma manera que se construye un artefacto. No hay diseño ni premeditación ingenieril, en este caso. Es un producto de milenios de cocina social y circunstancias ecológicas.»

«Estos meses ha circulado un libro: En el principio era el sexo de Christopher Ryan y Cacilda Jethá.[3] Ese curioso dueto aboga por la hipótesis de un ser humano “hipersexual”, de naturaleza promiscua, pero reprimido por los topicazos de la visión que podríamos estereotipar como “progre”. Los autores acusan de todo ello al patriarcado, ese grupo de machos que hace miles de años se conjuró para subyugar a las mujeres hasta alcanzar el “Big Crunch”.

El libro está sembrado de analogías absurdas y perfectas para un debate televisivo tipo La noria.»

«Hay estudios en cadena que señalan que la adopción del matrimonio monógamo reduce la competición entre los varones por el acceso a sexo y reproducción. Esto tiene consecuencias demostrables e importantísimas. Como por ejemplo impedir que se cree una bolsa de solteros de bajo estatus y con tendencia al conflicto. La monogamia es una estrategia más segura a largo plazo, porque los hombres que viven en sociedades que la fomentan son menos propensos al riesgo y más pacientes.[4] Su efecto en el conjunto social son unas cifras más bajas de criminalidad, mayor productividad económica, mayor igualdad entre hombres y mujeres, y mayor inversión en los hijos por parte del padre, entre otras ventajas.

Cuando los índices de criminalidad se reducen se favorece el comercio, la inversión económica, la circulación libre de flujos de información, un mayor rendimiento productivo y una división del trabajo más sutil y mejor organizada. Varios de estos factores favorecen la innovación y un crecimiento más rápido.»

«Lo que se ha constatado, reiteradamente, es que cuanta menos certeza de paternidad y menos ataduras de pareja existen, más negligente se torna la atención por parte del padre. Y una sociedad con padres involucrados o no desemboca en diferencias mensurables en el nivel de vida. La mayor inversión paternal unida a una fertilidad inferior favorece una descendencia de mayor calidad en todos los sentidos, con las consecuencias obvias en la sociedad que las disfruta. En resumen: la competición entre sociedades ha conducido a que se impongan las que mejor funcionan y resulta que la monogamia es una constante.»

Mª Teresa Giménez Barbat es escritora, antropóloga por la Universidad de Barcelona, fue uno de los 15 impulsores del partido Ciutadans de Cataluya, y fue candidata en las listas de UPyD a las elecciones europeas de 2009.

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Artículo:

«A pesar de las proclamas a favor de la razón y de la ciencia, nuestra sociedad sigue siendo sectaria. Eso se refleja en una variedad de cuestiones del debate social, pero particularmente en aquellas que atañen al sexo, la pareja y la familia. Tanto la derecha clásica –tintada por la religión– como la izquierda también clásica –imbuida por las destilaciones “progres” de los años sesenta–, mantienen sesgos que hacen inviable un debate sin carga emocional. Sin embargo, a diferencia de las aproximaciones de las religiones e ideologías, de la ciencia nos llegan nuevas propuestas a antiguas preguntas, pero con conclusiones provisionales y, desde luego, mucho menos tajantes.

Y es que hay muchas cosas importantes que sí están claras. Sabemos, por ejemplo que hay una naturaleza humana, que hay una naturaleza masculina y una femenina (con sutiles configuraciones intermedias), que estas son fruto de múltiples genes laboriosos o perezosos y de cócteles específicos de hormonas y cableados cerebrales, y que muchas de nuestras pautas de emparejamiento e instituciones se hunden en la noche de los tiempos. Parece poco, pero es mucho. Es infinitamente más de lo que se creía hace solo treinta años (o algunos sabios aún ahora).

Quizá lo que deberíamos hacer es distinguir entre las estrategias de emparejamiento primarias –que forman parte de la estructura profunda de nuestras relaciones con el sexo diana, genéticamente adaptativasy las estrategias que grosso modo podríamos llamar matrimonialessocialmente adaptativas–. Sobre lo que “nos pide el cuerpo” desde el punto de vista del vínculo matrimonial no hay –y difícilmente habrá– conclusiones determinantes, a menos que se invente una máquina del tiempo y podamos remontarnos a nuestro pasado sapiens, incluso a los ancestros homínidos.

Si juzgamos las sociedades primitivas según los estudios actuales y por los registros de datos etnográficos, parece que la monogamia es la institución básica en los grupos cazadores-recolectores, aunque con tendencia a la poliginia a medida que algunos varones acumulan excedentes de recursos y se produce una evaporación del igualitarismo.[1] Si vamos a los datos físicos, la diferencia de peso y altura habla de competencia entre machos, y esto suele ser señal de que unos pocos acaparan más hembras –fenómeno extensamente documentado en mamíferos–, así que somos sospechosos de poliginia. Por otro lado, el tamaño de los testículos humanos, grandes comparados con su volumen corporal, también habla de la “competencia espermática” y de la ligereza de cascos: como los hombres no controlan a los otros machos que copulan con la hembra, la batalla se da en el tracto reproductivo femenino.

También según las investigaciones de paternidad que permiten las secuencias de ADN, incluso en las sociedades estrictamente monógamas (sean de pájaros o de mamíferos), un porcentaje elevado de los hijos no suele ser de quien aparece como “titular”. Así que podríamos decir que gustamos de cierta variación que combinamos con una inclinación importante al vínculo monógamo que se abre a la poliginia cuando un varón tiene posibles. Sobre la promiscuidad en los grupos supuestamente no contaminados por nuestra influencia perturbadora ha habido muchos mitos.

Y ahora vamos a la otra cuestión: las estrategias de emparejamiento matrimonial, tan importantes como esa “auténtica naturaleza” de las tendencias sexuales. Como he dicho, la poliginia es un dato etnográfico consistente. Aproximadamente el 85% de la sociedades del registro antropológico han permitido a los hombres casarse con varias mujeres. Sin embargo, hoy en día, en las sociedades desarrolladas la monogamia parece haberse impuesto.[2] Lo interesante es que las sociedades modernas no son igualitarias.

Estos meses ha circulado un libro superventas que ha acaparado portadas y tertulias más o menos emparejadas: En el principio era el sexo de Christopher Ryan y Cacilda Jethá.[3] Ese curioso dueto aboga por la hipótesis de un ser humano “hipersexual”, de naturaleza promiscua, pero reprimido por los topicazos de la visión que podríamos estereotipar como “progre”. Tanto en el ensayo como en entrevistas, los autores acusan de todo ello al patriarcado, ese grupo de machos que hace miles de años se conjuró para subyugar a las mujeres hasta alcanzar el “Big Crunch”. Incluso denuestan la “agricultura” (a la que infantilmente califican de “estafa”), pues es un estadio al que habría sido mejor no acceder aunque ello representara perder las bases de la civilización de la que ahora disfrutamos.

El libro está sembrado de analogías absurdas y perfectas para un debate televisivo tipo La noria. Por ejemplo, esta frase: “si la mitad de los aviones se estrellasen, se revisaría su funcionamiento… ¿Por qué no ocurre eso con el matrimonio?” Y ahí está probablemente el origen del malentendido. Como he dicho, no son lo mismo las estrategias de emparejamiento primarias que las costumbres matrimoniales. Lo segundo es el resultado de adaptaciones ancestrales que recibimos los miembros de una comunidad humana a la vez que el conjunto entero de creencias, normas y tradiciones que hacen que la sociedad funcione. No se llega a las instituciones o costumbres matrimoniales de la misma manera que se construye un artefacto. No hay diseño ni premeditación ingenieril, en este caso. Es un producto de milenios de cocina social y circunstancias ecológicas.

Independientemente de que nuestros ancestros fueran más o menos promiscuos, es crucial entender que las normas matrimoniales no son la traducción exacta de nuestra psicología amorosa resultado de la evolución biológica. Son sistemas que adoptan formas distintas dependiendo de su eficacia en cada contexto. Y, como en tantas cosas, se acaba imponiendo lo que mejor funciona.

Hay estudios en cadena que señalan que la adopción del matrimonio monógamo reduce la competición entre los varones por el acceso a sexo y reproducción. Esto tiene consecuencias demostrables e importantísimas. Como por ejemplo impedir que se cree una bolsa de solteros de bajo estatus y con tendencia al conflicto. La monogamia es una estrategia más segura a largo plazo, porque los hombres que viven en sociedades que la fomentan son menos propensos al riesgo y más pacientes.[4] Su efecto en el conjunto social son unas cifras más bajas de criminalidad, mayor productividad económica, mayor igualdad entre hombres y mujeres, y mayor inversión en los hijos por parte del padre, entre otras ventajas.

Cuando los índices de criminalidad se reducen se favorece el comercio, la inversión económica, la circulación libre de flujos de información, un mayor rendimiento productivo y una división del trabajo más sutil y mejor organizada. Varios de estos factores favorecen la innovación y un crecimiento más rápido.

La cuestión de la inversión del padre que he mencionado podría haber sido decisiva en el desarrollo de las sociedades modernas tal como las conocemos. Al darse determinadas condiciones, los padres futuribles tienen que decidir si invierten recursos en su descendencia o en buscar parejas sexuales adicionales. La certeza de paternidad, por complicada que fuera de establecer en su día, se vio favorecida por el conjunto de normas y prohibiciones que solía llevar aparejado el matrimonio monógamo. A pesar de que Ryan y Jethá idealizan la llamada “paternidad difusa” que al parecer permitía que los niños de un grupo ancestral fueran cuidados por todos los hombres sin distinción ni regateos, eso se da de bruces con los datos estudiados tanto en las sociedades contemporáneas como en las bandas de cazadores-recolectores que perduran. Lo que se ha constatado, reiteradamente, es que cuanta menos certeza de paternidad y menos ataduras de pareja existen, más negligente se torna la atención por parte del padre. Y una sociedad con padres involucrados o no desemboca en diferencias mensurables en el nivel de vida. La mayor inversión paternal unida a una fertilidad inferior favorece una descendencia de mayor calidad en todos los sentidos, con las consecuencias obvias en la sociedad que las disfruta. En resumen: la competición entre sociedades ha conducido a que se impongan las que mejor funcionan y resulta que la monogamia es una constante.

Ryan y Jethá creen que el futuro será polígamo. Convencerse de que lo sea o no es una cuestión de elección estético/política, como quien prefiere un concierto carca de Julio Iglesias a uno “transgresor” de Lady Gaga. Sin embargo, esto no es algo que se pueda decidir por las buenas (y cuando se ha intentado, ha conducido a desgracias). Los pactos matrimoniales dependen del contexto histórico a la vez que hunden sus raíces en sistemas de apareamiento antiguos, dejando claro, eso sí, que las normas no son del todo independientes de la psicología del intercambio sexual y que tampoco pueden subvertirlo excesivamente. Se influyen en los dos sentidos.

Sea como sea el futuro, será difícil que desaparezcan los celos cuando irrumpen (como invitados o extemporáneos) terceros o cuartos o duodécimos; o que se evaporen las infidelidades en la pareja-fiel-hasta-que-la-muerte-nos-separe. No existe el vínculo ideal, solo el mejor posible para cada contexto. El acuerdo amoroso siempre será una fuente de frustraciones, pero también de notables gratificaciones que pueden compensar y darle lustre a la existencia. Es en ese diferencial donde anidan, medran y a veces se imponen unos arreglos matrimoniales u otros.

[1] Ver, por ejemplo, las publicaciones de Richard D. Alexander.

[2] Esta práctica, originaria de Occidente, ha sido imitada en otras sociedades: Japón prohibió la poliginia en 1980, China en 1953, India en 1955 y en Nepal en 1963.

[3] Christopher Ryan y Cacilda Jethá, En el principio era el sexo. Los orígenes de la sexualidad moderna. Cómo nos emparejamos y por qué nos separamos, Madrid, Paidós, 2012, 480 pp.

[4] El estudio mencionado ofrece, entre otros, datos de cómo las comunidades de mormones entre 1830 y 1890 experimentaron una disminución dramática de la competición intrasexual cuando el gobierno de Estados Unidos suprimió el matrimonio polígínico.»

María Teresa Giménez Barbat es escritora, humanista, política, y antropóloga por la Universidad de Barcelona.

Enlaces: http://www.letraslibres.com/revista/letrillas/futuro-sin-celos